Escribe Marc Dourojeanni / Profesor Emérito de la Universidad Nacional Agraria de La Molina
Preguntar si en el Perú existe planificación o planeamiento puede parecer insultante. Responderán que existe el Centro Nacional de Planeamiento (CEPLAN) que recibió premios internacionales por la alta calidad de sus productos. Añadirán que el Sistema Nacional de Planeamiento Estratégico está aplicando el “Plan Bicentenario: el Perú hacia el 2021” y que el Sistema Nacional de Inversión Pública (SNIP) lo complementa. Dirán, asimismo, que existe el Acuerdo Nacional y recordarán, también, que hay planes de desarrollo (concertado y no concertado) regional y municipal, planes sectoriales y subsectoriales, presupuestos participativos, ordenamiento territorial, zoneamiento, etc., etc. Y eso es verdad. Todos esos planes están impresos sobre miles de metros cúbicos de papel.
¿Por qué, entonces, la ciudadanía observa día a día tantísimas expresiones de absoluta falta de planeamiento? Estas se dan a escala nacional con una carretera Panamericana con tránsito sobrecargado que no está duplicada mientras que se construyen costosas carreteras sin tránsito ni carga en la Amazonía o, a escala local, en la que veredas y pistas se rompen al día siguiente de haberlas renovado para instalar algún cable o tubo que algún planificador olvidó que estaban planeadas por otro planificador.
EN EL PERÚ NO FALTAN PLANES. EN VERDAD, SOBRAN
Un estudio de 2013 sobre Loreto demostró que tan solo con relación a recursos naturales y ambiente existían 36 planes y/o estrategias de desarrollo vigentes para esa región de los que 16 eran regionales. A eso había que sumar 10 documentos de lineamientos de política con impacto en esa región. Considerando los lineamientos de política, planes y estrategias de otros sectores como educación, salud, seguridad pública, etc., existían entonces no menos de 150 planes vigentes. Loreto no debe ser la región más prolífica en planes pero aun considerando la mitad de los enumerados, en el Perú pueden existir más de un millar de documentos de planificación regional a diferentes escalas.
A eso hay que sumar los documentos de planeamiento sectoriales nacionales que son por lo menos uno por cada dirección general, sin mencionar los que son más específicos. Por ejemplo, en el sector Agrario existe, como es obvio, una política agraria nacional y un plan de desarrollo agrario pero asimismo hay un plan para la prevención de desastres y otros para la palma aceitera, el café y el cacao o para la ganadería y otro para los camélidos. También hay, evidentemente, política y plan para el desarrollo forestal y asimismo un plan para la reforestación y por allí va. Lo mismo ocurre en Transportes donde además de los documentos básicos de praxis existen planes vial, ferroviario, aeronáutico, hidroviario, portuario y de telecomunicación, entre otros. Son pues docenas de planes en cada sector que se desdoblan en planes equivalentes regionales y en algunos casos locales.
¿Es eso necesario? Pues sí y no. Si los planes sectoriales y regionales estuvieran bien amarrados con el plan nacional y si los planes subsectoriales y subregionales estuviesen igualmente concordados con los primeros y entre ellos, ese gran número de planes debidamente ordenados brindaría los detalles y ajustes que permitirían la ejecución del plan, sin perder el rumbo señalado originalmente. Aunque sin duda no se requerirían tantos planes, el resultado sería una orquesta bien afinada que produciría el resultado armónico que se espera. Pero, si como es el caso, cada plan está desligado de los demás o, peor, los contradice, el resultado es una cacofonía espantosa que, como se constata en la práctica, sólo genera malgasto de recursos públicos y enormes perjuicios futuros a la nación. Valga mencionar, como ejemplo entre centenas, las docenas de millones de dólares que malgastó Loreto para hacer estudios de una ferrovía claramente innecesaria entre Yurimaguas e Iquitos, paralela a la Hidrovía Yurimaguas-Iquitos y a una carretera en plena construcción, cuando el plan ferroviario nacional había priorizado una ferrovía internacional que entrando por Pucallpa iría hasta Bayóvar.
Otro buen ejemplo de la falta de planificación es la intención de construir una hidroeléctrica en el río Inambari que, de no haber sido detenida, hubiese cubierto de agua más de 100 costosos kilómetros de la entonces recién inaugurada carretera Interoceánica Sur. O sea, otras decenas de millones de dólares desperdiciados. Otro proyecto inexplicable, ya aprobado, es el de instalar una cara y ambientalmente peligrosa línea de trasmisión entre Moyobamba e Iquitos a pesar de que en este momento se está construyendo una importante nueva central térmica en la capital de Loreto. No se discute que quizá eso sea necesario en el futuro, pero no se entiende ni se explica su urgencia frente a otras necesidades acuciantes.
¿EXISTE UN PLAN RECTOR PARA ALCANZAR UNA VISIÓN CONSENSUADA DEL FUTURO DE LA NACIÓN?
El mayor defecto de los planes, como señalado, es que no llevan en cuenta lo previsto en el escalón de planeamiento superior ni en los que están a su lado y que serán afectados. ¿Pero cómo podrían los planes sectoriales nacionales o los regionales llevar en cuenta el escalón nacional de planeamiento si este, en realidad, no existe? En efecto, sin disminuir la importancia ni la validad del esfuerzo desarrollado a duras penas por el pequeño y relegado CEPLAN, debe reconocerse que se ha quedado en el diagnóstico, en las generalidades conceptuales y en la generación de metodologías de planeamiento estratégico. Sus productos son serios y correctos pero, francamente, lo que propone el Plan Bicentenario puede aplicarse a prácticamente cualquier país del mundo. En el mejor de los casos se trata de buenos propósitos. No es un plan pues no dice concretamente cómo se lograrán esos propósitos ni ordena las acciones necesarias por prioridades claras. El plan de desarrollo nacional aún está esperando ser hecho.
Tampoco existe una visión del futuro que se desea para la Costa, para la Sierra o para la Selva. Existe una multitud de visiones empujadas por diferentes grupos de actores, como por ejemplo el llamado Plan Sierra, cada una de ellas en conflicto más o menos abierto con las demás. También hay planes más focalizados, como el Plan Huallaga o el Plan para el VRAEM, pero no hay ningún plan realmente consensuado para cada una de las tres grandes regiones naturales que tienen mucho en común, ni tampoco para las “macrorregiones”, que agrupan departamentos (ahora mal llamados de regiones), que son interdependientes y que deben dialogar para decidir su futuro.
Vale la pena agregar a las deficiencias mencionadas de la planificación al nivel nacional el tema de las llamadas iniciativas parlamentarias que posibilitan que cualquier congresista proponga y obtenga, gracias a un irresponsable intercambio de favores, el apoyo de otros congresistas para declarar, sin análisis serio, la obra que se le antoje como de “necesidad nacional y utilidad pública”. Dicho sea de paso, los gobiernos también han abusado de esa opción para atender acuerdos internacionales que no fueron debatidos previamente. Así se altera cualquier ejercicio de determinar verdaderas prioridades nacionales.
La ausencia de un plan nacional con un nivel de detalle suficiente resulta en la cacofonía mencionada. Cada sector planifica sin llevar en cuenta el resto ni todos los factores involucrados ni sus consecuencias. Ejemplo típico es el plan vial nacional que parece basarse exclusivamente en el criterio de que, cueste lo que cueste, hay que vincular localidades sin considerar que al planearlas deben preverse inversiones en desarrollo rural y urbano, en seguridad, salud y educación o que existen áreas naturales protegidas o tierras indígenas.
El sector Transporte, o un gobierno regional, no puede por decisión unilateral afectar acuerdos internacionales suscritos por el país en relación a cambio climático, abriendo carreteras a diestra y siniestra y provocando deforestación masiva. Tampoco pueden hacerse caminos sin conocer la opinión de Agricultura que se supone sabe dónde conviene desarrollar actividades agropecuarias o madereras y si las tierras están debidamente tituladas o de Ambiente que cuida de las áreas protegidas o de Energía y Minas o del Ministerio de Cultura y así sucesivamente. O sea, el sector Transportes o una región no deben poder decidir por sí solos dónde, por dónde o cuándo hacer una obra vial. Eso es una decisión de un nivel superior que involucra otros sectores y regiones y que debe ser consensuada, es decir planificada. El ejemplo dado en relación a transportes se repite en cada sector de la administración pública.
A la resultante de la participación de todos los sectores debe sumarse la de la sociedad en general, brindando un compromiso sobre prioridades de inversión que, posiblemente, no agradará a todas las partes pero que reflejará el propósito de la mayoría en busca de la visión de desarrollo escogida.
PLANES QUE NO PLANIFICAN Y EL SNIP
Hay, en medio de tantos planes, algunos que vistos aisladamente están bastante bien hechos. Pero la mayor parte no sirve para nada excepto para cumplir un ritual, tal como ocurre con los obligatorios planes de gobierno de los candidatos a la presidencia. Copian los diagnósticos de otros textos, con errores incluidos y luego simplemente dicen lo que les da la gana, sin mayor análisis ni consulta. Olvidan que planificar implica priorizar y ordenar, haciendo primero lo que debe ser previo. La mayoría de planes carecen de cronogramas, presupuestos y de mecanismos de monitoreo y control o evaluación. Esos planes son, en general, colecciones de ideas de obras que supuestamente son reclamos populares o, simplemente que son del agrado de los que ordenan hacer o de aquellos que hacen el plan.
Pero, con demasiada frecuencia los planes reflejan apenas el oportunismo de los gobiernos en relación con el sector privado, que es un importante responsable la falta de planificación estatal. La planificación estatal es frecuentemente guiada por intereses privados básicamente extractivistas. Todos los ejemplos de obras mal planeadas citados en esta nota son, en esencia, auspiciados por intereses privados, sean empresas nacionales o internacionales. Por eso es que los planes, bien hechos o mal hechos, son alterados a capricho de cada nuevo gobierno y hasta al gusto de las prioridades o intereses de cada nuevo ministro y, por cierto, de cada nuevo gobernador en las mal llamadas regiones. Nadie les recuerda que esos planes en teoría tienen una cierta vigencia y modalidades de verificación y alteración y que si éstas se hacen pueden implicar modificaciones en otros planes.
Se dice que el SNIP evita que el caos sea mayor. Es verdad que sin SNIP la situación sería peor, pero ese mecanismo no cumple a cabalidad su mandato y apenas analiza la viabilidad económica individual de los proyectos que cada uno de los múltiples planes propone. En teoría también considera otros factores, incluida la viabilidad ambiental y social de la propuesta, pero ni sus propios funcionarios dan crédito a eso y reconocen que eso no pasa de un barniz. El SNIP alega descansar en el planeamiento que genera los proyectos que se le someten, pero como explicado, este es de pésima calidad o es simplemente fantasioso.
Por eso, aunque en apariencia los proyectos aprobados tendrían viabilidad económica, en realidad muchos no la tienen por el simple hecho de que faltan otras inversiones e intervenciones conexas que le darían esa viabilidad y que ni siquiera son consideradas o que no son aprobadas por el SNIP. El ejemplo de la carretera Interoceánica Sur es ilustrativo de este hecho pues esta debió ir acompañada de inversiones en asentamientos rurales, asistencia técnica y servicios públicos. Nada de eso ocurrió y por ese motivo esa carretera que costó dos veces y medio más caro que lo planeado apenas sirvió para expandir la minería y la extracción maderera ilegales así como para dar nuevas oportunidades al narcotráfico y al contrabando. Peor, ha sido tajantemente demostrado que ella ha sido una obra sin viabilidad económica, que fue fundamentada en el transporte de soya brasileña para embarcarlo en los puertos de la Costa, lo que nunca ocurrió. Lo mismo ha sido demostrado anticipadamente para el propuesto trecho de la Interoceánica Central entre Cruzeiro do Sul y Pucallpa.
Lo que sucede es que al mismo tiempo que el diabólicamente complejo SNIP se dedica a torturar los proyectos sin perdonar los pequeños y que, por eso, ha creado un monumental represamiento de los mismos, pierde el tiempo evaluando inclusive proyectos de cooperación financiera internacional, es decir casi donaciones solicitadas por el Perú. Y, asimismo, deja pasar sin revisión los proyectos realmente grandes, esos que son fruto de acuerdos entre gobiernos, como aparentemente fue el caso de la mencionada Interoceánica Sur o a muchos de los que atañen cuestiones de energía, entre otras.
Y, para concluir, en un país dominado por la informalidad, o sea en un país donde poco se cumplen las leyes, parece utópico esperar que se cumplan los planes. Y, de hecho, en buena hora que los tantísimos planes mal hechos no se cumplen a cabalidad pues de hacerlo la situación del Perú podría ser peor de lo que es. El autor es consciente de que si la Constitución fuera realmente aplicadas existiría de hecho un cierto plan, expresado en un cierto orden. Pero las leyes, como los planes, no son siempre coherentes con los propósitos de la Constitución y mucho menos con las demás leyes. La discordancia entre leyes es casi tan grande como la que existe entre los planes. Es decir que hay mucho que hacer para dar un sentido común al desarrollo. El autor se atreve a decir que sin una imagen objetivo y la consideración de los medios para alcanzarla es casi imposible hacer leyes que promuevan el desarrollo. Es decir, el plan es primero.
¿HASTA CUÁNDO?
La planificación no es la panacea para el desarrollo pero sí es una de sus herramientas esenciales. Construir un país sin usarla es condenarlo al fracaso o, por lo menos, a una acumulación de problemas y de costos económicos, sociales y ambientales innecesarios. De hecho, sin una buena planificación la obra se hace con un sinfín de vaivenes, con pasos para delante y otros para atrás y muchos a todos los lados. Es como construir un edificio sin plano. Es caro y muy peligroso.
El planeamiento debe involucrar, además de los responsables del gobierno y de los actores sociales organizados, al sector privado que obviamente tiene enorme influencia en todo lo que pasa en el país, en especial con las infraestructuras. Por ejemplo, los caminos que abren las empresas petroleras en la Amazonía son el embrión de futuras carreteras que estimulan la colonización, pero en su diseño no hubo intervención de las partes interesadas del Gobierno, como debieran hacerlo los sectores agropecuario y forestal o los responsables por los derechos indígenas. Cada inversión privada significativa en industrias extractivas determina movimientos de la población que deben ser previstos y asistidos y que, eventualmente, podrían no ser autorizados en determinado momento o sin precondiciones. En teoría eso es visto al momento de hacer los famosos estudios de impacto ambiental y social pero, en realidad, se trata de planeamiento y debe preceder los tales estudios.
Los países que más progresaron en el mundo en el siglo XX y en la actualidad tuvieron y tienen planificación rigorosa. El Brasil, por ejemplo, mantiene aunque por ahora debilitado un influyente Ministerio de Planeamiento. El Perú tuvo un poderoso Sistema Nacional de Planificación (SNP), creado en 1962. Su organismo rector, el Instituto Nacional de Planificación (INP), tuvo un papel esencial para coordinar y compatibilizar las políticas públicas tanto sectorial como territorialmente, con una visión de mediano y largo plazo para el logro de objetivos y metas definidos por el poder político. A pesar de haber sido creado por un gobierno militar fue mantenido tanto por otros militares como por tres gobiernos democráticos. Eliminarlo en 1992 fue uno de los muchos errores de Fujimori. El actual CEPLAN no es ni de cerca lo que fue el INP que con participación intensa preparó, hizo cumplir y supervisó la ejecución de planes, programas y proyectos. Al INP se le adjuntó la Oficina Nacional de Recursos Naturales (ONERN), brindándole un excelente soporte de información científica actualizada. El hecho es que durante 30 años el Perú tuvo y aplicó planeamiento estratégico.
No se propone reconstruir el viejo INP o crear un ministerio, aunque no cabe descartar esas opciones, pero si es indispensable que el nuevo gobierno haga algo definitivo con relación al planeamiento del futuro de la nación. Puede juntar y potenciar lo que existe, como el CEPLAN, el SNIP y el Acuerdo Nacional pero lo más importante es que le otorgue al mecanismo que se cree la autoridad suficiente para que, realmente, pueda conducir el desarrollo nacional por un camino consensuado claro, bien delineado y demarcado.
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