Escribe Marc Dourojeanni / Profesor Emérito de la Universidad Agraria La Molina
Un joven amigo mío escogió, para su tesis de maestro en Lingüística, el registro de una lengua indígena en extinción. Según su profesor, solo quedaba un viejo, de todos los sobrevivientes de esa etnia, que aún hablaba la lengua que hasta unas tres décadas antes era la de una poderosa nación del norte de Mato Grosso y del sur de Rondonia, en Brasil.
Evidentemente no es recomendable entrar en una reserva indígena sin la autorización escrita de la Fundación Nacional del Indio (Funai), la celosa institución encargada de proteger a los indios y su cultura. El profesor de mi amigo, tras décadas de servicios a los pueblos indígenas, era muy conocido en la Funai y, por eso, se ofreció apoyar las gestiones burocráticas de su alumno y abreviarlas. Proyecto de la tesis, formularios diversos, cartas de presentación de la universidad, certificados de vacuna, entre otros documentos, fueron acumulados y presentados en varias copias, todas debidamente confirmadas y selladas por un notario. En el Brasil nadie cree en nada sin el visto bueno notarial. Se sabía que el permiso llevaría meses para ser emitido y, por eso, todo fue hecho con mucha anticipación al período previsto para el inicio de la investigación.
Pero la demora de la autorización superó toda previsión pesimista. Después de haber transcurrido mucho más de un año, el candidato a investigador ya había gastado dos pares de neumáticos de su bicicleta yendo y viniendo de su casa a la oficina de la Funai, donde ya era popular entre los indígenas que, esperando algún servicio o entrevista, allí montan guardia. Su profesor tuvo una suculenta cuenta adicional de teléfono llamando a sus conocidos, que deberían ayudarle y, lo peor, el joven ya había terminado todos sus cursos y requisitos para someter la tesis de la maestría, sin recibir la ansiada respuesta. Su preocupación no era solo la pérdida de tiempo, sino su responsabilidad ante el Consejo Nacional de Investigación que financió el proyecto y ante los plazos severos de la facultad. El profesor ya no hablaba más de sus obviamente caducas influencias en la Funai pero, terco, se negaba a cambiar el tema de la tesis, táctica escapista que el estudiante sugirió. Finalmente, el viejo profesor aceptó cambiar el tema y el decepcionado joven se preparó para hacer una tesis de gabinete, sin atractivo, apenas para no perder más tiempo y poder postular a algún empleo.
Cuando ya estaba adelantado el trabajo en la nueva línea de investigación… ¡milagro!… la autorización fue emitida, y renació la ilusión de compartir unas semanas con indígenas de verdad en plena selva amazónica, que él no conocía. El viaje terrestre comenzó en Cuiabá, capital del estado de Mato Grosso y terminó a la orilla del río en el que debía surcar hasta la Reserva. Para llegar allí desfilaron ante sus ojos más de 900 kilómetros de soya y maíz, así como pastizales salpicados por incendios, todos a perder de vista. Hasta llegó a pensar que los mapas de Brasil, que muestran el color verde de la «Amazonía Legal», en esa parte, deberían estar equivocados. Pero, comprendió la realidad cuando en medio del humo observó que los camiones que su autobús cruzaba eran monótonamente portadores de madera o de ganado. Lo peor fue constatar que, ya en el río y hasta llegar a la reserva indígena e incluso dentro de ella no vio un solo lugar que podría ser propiamente llamado bosque. Solo interminables pastos abandonados, chacras de yuca y plátano y poca cosa más y, eso sí, mucho bosque secundario, es decir purma o capoeira, como la llaman allá.
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Para su sorpresa los indígenas lo recibieron con satisfacción y alegría. Para ellos que, más de un año antes, habían dado su bendición a la investigación en una larga sesión especial del consejo comunal, el tal científico debía haber muerto… sola explicación plausible para su tardía llegada. Los indígenas, curiosos con el recién llegado, acompañaron sus diligencias y, con gran generosidad, facilitaron su instalación en una de las malocas donde él extendió su mosquitero y su bolsa de dormir. Otra familia se dispuso a alimentarlo y finalmente pudo comenzar su trabajo, entrevistando al anciano y a otros, que, con gentileza y diligencia, contribuyeron mucho a que él reuniera poco a poco la información necesaria para el registro de la lengua.
Además de las largas conversaciones con el viejo y con otros pocos que aún recordaban algo de la lengua ancestral. Para amenizar su trabajo, solía acompañar a los nativos en sus quehaceres diarios, en la chacra, en las cacerías y pesquerías, en la cosecha de frutas, leña, o de hojas para los techos. Así supo algo de la historia reciente de la tribu. Comenzó con el inicio del llamado Polonoroeste, un ambicioso programa de desarrollo del Gobierno de los años 1980 que, con el apoyo del Banco Mundial, abrió esta región a los beneficios de la civilización mediante la construcción de una carretera. Durante algún tiempo la presencia de los foráneos parecía sin riesgo: agentes de la Funai, médicos y enfermeras, algunos investigadores, unos pocos gringos. Todos parecían amigos benevolentes trayendo regalos y sonrisas y, así siendo, la tribu tuvo una cierta luna de miel con los recién llegados. Pero poco a poco comenzaron a llegar otros personajes, incluso algunos que se instalaron, sin solicitar permiso, en sus tierras. Ya entonces traían un líquido claro, que les gustó mucho, el aguardiente o cachaza. Esos indios no sabían que esa es el arma más eficiente, usada por siglos, para conquistar la Amazonía. Al mismo tiempo, llegaron las primeras ofertas tentadoras de madereros, asociados con funcionarios públicos y politiqueros locales que convencieron a los poco prudentes caciques a «vender» árboles. Las motosierras y otros equipos irrumpieron en la tierra y sacaron árboles durante dos décadas, con eventuales interrupciones provocadas por desacuerdos en cuanto a los pagos y por algunas fugaces interferencias de la Funai y del servicio forestal.
Por eso es por lo que el joven investigador no pudo ver ni una muestra de un verdadero bosque. Por eso también es que la mayor parte de los indígenas ya no eran, evidentemente, como él los había imaginado. Nada de vestimenta y habla tradicionales; nada de arcos, flechas, macanas o cerbatanas; pocos semblantes de lejano origen asiático y; por el contrario, evidencia múltiple de sangre negra y blanca, producto de la generosidad de las mujeres nativas y, por cierto, mucha basura «civilizada» -bolsas, botellas y galoneras de plástico, latas de conservas baratas. Los indígenas de hoy son muy pobres por ahí y hasta pasan hambre. Su tierra fue devastada y arruinada y apenas unos pocos bichos refugiados en las chacras y purmas todavía sostienen cacerías de magros resultados, los ríos se volvieron barrosos y con pocos peces por culpa de las colonizaciones y granjas instaladas aguas arriba que abusan de agrotóxicos, y cada año el humo de las quemadas contamina el aire, agravando las enfermedades que la civilización les trajo. Ya había poca o ninguna madera para vender y las arenas de sus ríos no tienen oro.
Después de varias semanas de trabajo productivo llegaron dos funcionarios de la Funai. Un hombre maduro, posiblemente un silencioso ayudante, y una mujer joven, una antropóloga. Se instalaron en el puesto de salud, la única construcción «noble» de la aldea. Saludos, presentaciones, todo bien. Al día siguiente se realizó una reunión con los indígenas en la que el joven lingüista también estuvo presente. Todo normal hasta que la antropóloga tomó la palabra y en medio de su discurso, alertó a los nativos contra el colonialismo científico y la pérdida de los conocimientos indígenas en beneficio de los piratas internacionales. Hasta ahí… todo bien. Pero la funcionaria, entusiasmada con su discurso antiimperialista, continuó exigiendo precaución contra esos científicos rubios que pasean con una grabadora y una cámara fotográfica, pues ellos son los agentes del imperialismo. El joven de la historia, aunque brasileño de pura cepa, es rubio y estaba, en la misma reunión, con su inseparable grabadora y con la cámara. Se sintió afectado. Aún más porque los indígenas mostraban consternación. ¿En quién creer? ¿En el investigador que explicó que estaba allí para rescatar parte de su cultura ancestral para que no se pierda? ¿O en la antropóloga de la Funai que les decía, obviamente, que el objetivo de esa investigación era robarles lo poco que aún era de ellos? Verdad es que todo es relativo… pero, no tanto.
Entonces nuestro héroe preguntó si ella se estaba refiriendo a él. Ella respondió que no. Que él estaba allí invitado por la Funai, pero sí a “los demás”. Los nativos, y él mismo, miraron por todos los rincones del espacio donde se realizaba la reunión y quedaron aún más perplejos. Él era el único que se ajustaba a la descripción de demonio imperialista que había descrito la antropóloga. Y el asunto quedó allí. Pero la antropóloga repitió el mismo comentario, con pocas variantes, en dos ocasiones adicionales en el par de días en que la pareja visitó la aldea. Finalmente, la pareja de la Funai se fue. En su última visión de ellos, los funcionarios estaban cómodamente sentados, esperando que niños y niñas indígenas, abrumados por el peso de los voluminosos equipajes, los cargaban hasta la embarcación, servicio por el cual los bien servidos burócratas no dieron ni una sonrisa.
Mi joven amigo aprendió mucho en su primer viaje a la Amazonia. Aprendió que la Amazonía y sus indígenas ya no son como se dice que eran. Que esa ya no es una tierra misteriosa donde la naturaleza domina y donde los nativos viven poco, pero viven felices. Constató que la Amazonía se está convirtiendo en una tierra arruinada y triste, donde las únicas amenazas provienen de las acciones humanas y de sus consecuencias y donde sus antiguos pobladores viven en la pobreza, sin siquiera las ventajas de los que habitan pueblos jóvenes o barriadas urbanas. Y que, en medio de esa miseria humana y degradación de la naturaleza, sigue campeando el mismo comportamiento estúpido que provocó la situación actual. También aprendió que la selva es asimismo lugar propicio para la propalación del odio y la mentira, con el pretexto de luchar contra el monstruoso pulpo imperialista. En fin, el joven del cuento comprobó que lo que se habla de la destrucción de la Amazonía no es ciencia ficción. La ciencia ficción es creer que la Amazonía de antes todavía existe.
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