Dourojeanni Opina

Opinión | ¿Servicio público sin motivación? / Escribe Marc Dourojeanni

Foto: Thomas Müller / SPDA

Marc Dourojeanni | Profesor Emérito de la Universidad Agraria La Molina

 

Uno de los principales problemas de la gestión pública peruana actual es la falta de motivación de sus funcionarios[1]. La mayoría de los que actúan en el servicio público piensan mucho más en sus derechos que en sus deberes o que en sus propias responsabilidades para mejorar el devenir de la sociedad a la que pertenecen. Pocos están interesados en «hacer» pues eso implica esfuerzo y, peor, constituye un riesgo. Y, claro, la gestión pública se anquilosa. Los problemas no se resuelven, apenas se transfieren, acumulan y agravan. En parte, eso se debe a la falta de líderes. Las reparticiones públicas tienen jefes, pero no tienen líderes respetados y escuchados y que, principalmente, consigan que sus funcionarios se sientan parte de una causa que vale la pena.

Una amiga mía completó 7 años luchando para crear un área de conservación privada en su propiedad, que preservaría una cordillera todavía cubierta de valiosos bosques originales en una región ya completamente deforestada. Al hacerlo descubrió que parte de la misma había sido incluida en un bosque de producción permanente. Ella posee los títulos que prueban el error, lo que los funcionarios de las agencias públicas involucradas reconocen. Pero, para remediar el error debe rectificarse el decreto que creó un bosque productor encima de un bosque típicamente protector y que, además, es propiedad privada. Parece elemental, pero ella lleva todo ese tiempo siendo peloteada de una agencia a otra en un circuito vicioso interminable que no consigue quebrar. Los pretextos más frecuentemente usados incluyen “eso es responsabilidad de…” o “previamente el… debe opinar”, y toda acción en el campo enfrenta el típico “no hay presupuesto”, problema este último que ella ofreció resolver proporcionando movilidad y gastos de campo, a lo que se le responde “no se puede”. Y esa rueda sin fin la lleva otra vez de Lima a la capital departamental y a la provincial y al municipio… y de vuelta a Lima. Cambian los funcionarios, todos son gentiles, todos dicen que el problema está en la otra agencia y, claro, no pasa nada.

Ella explica así parte de lo que está viviendo: No he conocido alguna persona que se sienta comprometida con la labor que realiza; parece que las personas en estos puestos se sienten en una posición muy cómoda donde no importa si hacen algo o no; no solo siento falta de compromiso sino también siento falta de actitud. Tienen miedo de hacer por temor a ser juzgados. Siento que no tienen necesidad de esforzarse más de lo necesario”. Y agrega: “Además siento que no hay un trabajo en equipo, cada uno es celoso de su puesto e incluso hay rivalidad entre las agencias. Unos se refieren despectivamente a los otros; existe un abismo entre cada uno de estas agencias y funcionarios. No hay una idea de país, sobre todo de lo que significa ser funcionario público«.

Esa es la historia muy abreviada de la desagradable experiencia de una persona que apenas quiere ofrecer al país una muy necesaria nueva reserva natural privada; es decir, contribuir a cumplir los objetivos declarados de la Constitución, de las leyes, del Gobierno nacional y en especial de los ministerios del Ambiente y de Agricultura, de sus agencias y de los gobiernos regionales y municipales. Y, atención, ella es una persona culta, con recursos y hasta con alguna influencia. En las oficinas que visita la reciben con sonrisas y cafecito. Cabe imaginar por lo que pasa quien no tenga esas ventajas. Pero el juego del “Gran Bonetón” es evidente y así pasan los años. El bosque a ser protegido está cada día más invadido por madereros y cocaleros, la cordillera genera menos agua y más sucia, su diversidad biológica se extingue… Pero eso no importa a los funcionarios que tienen la obligación de resolver el problema y de cuidar del ambiente.

Cuando llega un problema como el mencionado, se espera que el funcionario responsable decida, positiva o negativamente, pero que resuelva. No es posible que lo único que haga el tal funcionario sea derivar el problema a otro que tampoco resuelve. Y al final se llega al absurdo extremo de que nadie, en la larga cadena de decisores potenciales, resuelva nada. Apenas esperan a que el problema “no sea más problema” porque el demandante desiste o, en este caso, porque llegará pronto el día en que no haya más nada para proteger. Alguien en ese vía crucis no resolvió pudiendo hacerlo. Alguien, o varios y quizá todos, no hicieron su trabajo. Lo que ocurre es que el mal ejemplo sale de los propios jefes de las agencias, que tampoco exigieron que el asunto sea resuelto.

La falta de liderazgo es una de las causas principales de la falta de motivación. Los jefes, en efecto, deben ser líderes en todo el sentido de la palabra. Deben tener una visión muy clara de la función social de su repartición, deben dar el ejemplo, inspirar confianza y ser buenos maestros. La temática ambiental se presta mucho al buen liderazgo pues es de obvio interés social y, en principio, reúne numerosos aspectos interesantes y atractivos, que por eso estimulan tantas iniciativas voluntarias. Es difícil permanecer impasible ante la necesidad de proteger la naturaleza, cuidar los bosques o la fauna, evitar la erosión o la contaminación. Son trabajos con pocas aristas potencialmente negativas como si las tienen otras funciones gubernamentales, por ejemplo, la seguridad pública o la minería. Es decir que, más que en otros sectores, los funcionarios dedicados al ambiente y a los recursos naturales renovables deberían estar llenos de entusiasmo y de iniciativas, siempre deseosos de ir al campo y de realizar un buen trabajo. Como se sabe ese no es el caso. La apatía domina y eso se observa cuando, década después de década, no se abordan los grandes problemas de fondo de las áreas naturales protegidas ni se consigue administrar medianamente bien el patrimonio nacional forestal o pesquero.

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Hay dos aspectos más a mencionar. El primero es que los mismos funcionarios que no tienen coraje para cumplir sus obligaciones, demuestran mucha energía para denigrar y culpar a las otras agencias involucradas. Como bien lo dice la reclamante, existe un abismo entre cada una de esas agencias y las demás, tal como si no fueran peruanas ni parte de la solución de un problema común. En el caso descrito la solución solo puede obtenerse mediante comunicación, coordinación y colaboración entre agencias, pero eso no existe. No hay un sentido de nación. El deber, para esos funcionarios, se reduce a actos rutinarios como marcar tarjeta, asistir a reuniones y hacer informes -sin ir al campo- y sobre todo oficios trasladando expedientes. En ellos, el patriotismo parece relegado al fútbol… y eso solo cuando el país triunfa. El segundo aspecto se refiere, ¿cuándo no?, a la corrupción. No tanto a la activa, que implica falsificaciones y coimas, sino a la que es peor, es decir, la corrupción pasiva. Esa que consiste en recibir un sueldo que, por ser bajo, parece justificar no hacer casi nada, por lo menos nada que valga la pena y que se complementa con la política de los tres monos sabios; es decir, no denunciar los actos incorrectos que ven y escuchan. Esa forma de corrupción es la más común y, por eso, es posiblemente la peor de todas y la más difícil de combatir.

¿De quién es la culpa de esa situación? Directamente es de los jefes de esas agencias y de los directivos que ellos escogen para mandar en sus frondosas reparticiones. Si ellos mismos no están motivados no motivan a nadie. Si ellos mismos escogen mal a sus subordinados, el problema se complica. Pero, para los historiadores el origen de esa situación sería, en verdad, histórico. La falta de liderazgo explica, como se sabe, las peores derrotas del Perú. Y es precisamente el liderazgo que en gran medida explica sus mejores victorias. El comportamiento indolente y querellante que se observa en el caso descrito es el mismo que existió 138 años atrás cuando el enemigo se presentó a la puerta de la capital, tan amenazador como hoy es la destrucción del ambiente.

De otra parte, es evidente que la sociedad actual, más aún la juventud, tiene poca noción de civismo -es decir de sus deberes de ciudadano-, especialmente de su obligación de contribuir al buen funcionamiento de la sociedad y al bienestar común. Hay una severa carencia de civilidad en la educación desde el nivel inicial hasta el doctorado inclusive, si fuera el caso. La mayoría de los ciudadanos actuales no parecen percibir que la calidad de la vida en la comunidad en que viven es función de lo que haga cada uno de sus miembros. Pero, eso sí, se quejan y reclaman mucho y exigen más, en todos los medios disponibles, especialmente en los electrónicos. Quieren que el Estado les dé absolutamente todo, desde educación, salud, seguridad y transporte, todo gratuito y de alta calidad, hasta un ambiente saludable y puestos de trabajo bien remunerados. Cuando se convierten en funcionarios públicos muchos continúan con el mismo comportamiento, sin realmente hacer nada para que ese propósito sea realidad.

Sin embargo, ser funcionario público es una gran honra. Es una oportunidad especial de servir a toda la sociedad. Los profesionales del ambiente y los recursos naturales renovables son formados cerca de la naturaleza a la que se les enseña a conocer, amar y defender. No existe lugar mejor que el Estado para poder ser útil a la misión de cuidar del ambiente. Ninguna organización no gubernamental tiene los recursos y el poder para mejorar las cosas que están adormecidos en manos del Gobierno. Entonces los jóvenes ambientalistas que entran al servicio público deben entrar para hacer obra, para aplicar sus conocimientos y luchar por sus ideales. Corresponde a los jefes mantener encendida la mecha de la motivación en esos jóvenes profesionales, permitiéndoles expresar sus propuestas y aplicarlas, respaldándolos… y exigiendo lo mejor de ellos. En resumen, darles la oportunidad de sentirse útiles, cuidando del ambiente y de la naturaleza.

 

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[1] En esta nota se denomina “funcionario” a quien sirve en cargos públicos, especialmente en las oficinas. No se incluye, en este caso, a profesores, militares, policiales o guardaparques, entre otros.


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