Escribe: Marc Dourojeanni / Profesor Emérito de la Universidad Agraria La Molina
Samaca significaría “donde descansa la arena”. Es una propiedad rural asentada en el lecho de un río seco que está literalmente perdida en el desierto. Allí se practica un uso de la tierra basado en principios ecológicos y sociales poco convencionales y, además, se respeta el patrimonio arqueológico. Su dueño, un filósofo, es tan sui generis como la obra que desarrolla. Lo que ocurre en Samaca, aunque ya es relativamente bien conocido, merece ser resaltado y reexaminado.
Samaca está al suroeste de la ciudad de Ica, a medio camino entre Ocucaje y las playas del Pacífico. Para llegar al sitio es necesario recorrer un buen trecho del desierto o, demorando más, seguir el borde de los antiguos meandros del río, siempre seco excepto por avenidas esporádicas. Al llegar se tiene la impresión de que se entra a un oasis cultivado y habitado. Aparte de la vegetación llama la atención las edificaciones que no se parecen a las mansiones de las antiguas haciendas iqueñas ni a las inmediaciones de estas. Todas las edificaciones, metidas en un bosquete de huarangos (Prosopis pallida) y algunos espinos y palos verdes, son del color del paisaje, es decir, una diversidad de tonos mates, desde el gris hasta el ocre pasando por el blanco y el amarillo. Después se descubre que los colores varían mucho según la hora del día. La modestia de las instalaciones, inspiradas en la arquitectura prehispánica local, llama la atención pues se sabe que se llega al hogar de un miembro de una de las más influyentes familias tradicionales del Perú.
Ocurre que, como anticipado, Samaca es tan original como su dueño y creador, Don Alberto Benavides Ganoza. Como suele ocurrir en las grandes familias que tienen poses existen divergentes, es decir aquellos que prefieren hacer algo que escapa a lo que se espera de quien tiene opciones que, para la mayoría de los mortales, serían más atractivas. Alberto Benavides es, por propia definición y por formación académica, filósofo y poeta. Ya publicó decenas de libros, es maestro por vocación y, sin duda, también es un mecenas de la educación. Como sus acciones, sus libros y sus palabras revelan, él es un convencido de que la humanidad no puede separarse demasiado de la naturaleza ni, mucho menos, atropellarla (Benavides Ganoza, 2004, 2015). Poner en práctica ese concepto, desde hace dos o tres décadas, consume gran parte de su energía, precisamente en Samaca. Y así siendo, se ha convertido en agricultor. Pero un agricultor que amalgama cuidadosamente los conocimientos y tecnologías modernas con las ancestrales, en este caso, las adoptadas por los Paracas y después por los Nazca, que vivieron allí.
Hay otras peculiaridades del amo de Samaca que también difieren de las de los patrones de hacienda de Ica y de otros lugares de la costa. No tiene caballos de paso ni exhibición de monturas y aperos con ribetes plateados. Tampoco usa el sombrero clásico de chalán iqueño. En cambio, tiene un museo de sitio para preservar el patrimonio arqueológico local. En lugar de cuadros de arte sacro colonial, las paredes de la casa mayor están adornados con ideas y fragmentos de textos poéticos. Sus trabajadores se sientan alegre y libremente a la mesa con él y con su familia y amigos, comen exactamente lo mismo que él y su entorno, comparten la sala donde beben un refresco o café en sus tiempos libres. Él y su familia no tienen privilegios evidentes en esa comunidad del desierto. Los trabajadores de Samaca parecen ser mucho más compañeros de una empresa común, que ejecutores de órdenes. Pero, Alberto Benavides no deja de ser el guía, el mentor y, claro, el líder.
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El lugar donde se encuentra Samaca fue, evidentemente, usado por los habitantes del antiguo Perú, pero, en el siglo pasado estuvo abandonado por largo tiempo, pues, su aprovechamiento económico mediante inversiones y expectativas de renta convencionales era considerado improbable. No para Alberto Benavides que, poco a poco, está demostrando que, si es posible usarlo bien, respetando algunos principios ecológicos y aplicando la tecnología apropiada. Obviamente, sin agua no hay vegetación y la que llega naturalmente, en forma esporádica durante la época de lluvias en la Sierra no es suficiente para mantener cultivos durante el año completo. Entonces combinó la existencia de un canal desaprovechado hecho por un dueño anterior y las técnicas prehispánicas como (i) acumular en grandes reservorios el agua de las raras avenidas para usarla paulatinamente, (ii) la construcción de acueductos basados en los que aún funcionan en Nazca y, (iii) la experiencia de las llamadas “hoyas de Chilca” que, en realidad, eran usadas en varios lugares de la Costa Central. Disponiendo de agua, aunque limitada, inició plantaciones de todo lo que la experiencia local indicaba podría prosperar, especialmente olivo, tara, dátiles y varios frutales, entre los arbóreos y de una enorme diversidad de cultivos anuales, como frejoles, pallares, maíz y tomates, con fines alimenticios. Evidentemente, los agroquímicos y en especial los agrotóxicos están ausentes de las técnicas de producción aplicadas, que se concentran en abonos orgánicos producidos localmente y control cultural o biológico de las plagas, que en ese contexto no son consideradas como tales (Dourojeanni, 2008). Como previsible, dispone de energía solar y eólica para el manejo del agua y alimentar las instalaciones. No tiene ganado vacuno, excepto algunas vacas lecheras. Mas, tiene un inesperado rebaño de llamas y evidentemente, muchas gallinas, patos, cuyes y otros animales de corral. Y, claro, también tiene abejas y mucha miel.
Para rentabilizar la operación, Samaca tiene lo que puede llamarse un brazo industrial, muy modesto, y otro comercial. Se industrializa la lana de llama, la que se combina con algodón de colores y, asimismo, se secan y procesan los tomates y se les envasa, como en el caso de la miel y de una decena de otros productos, todos cuidadosamente elaborados. La base del negocio es la garantía de la alta calidad de los productos, que por eso son relativamente caros, y la seguridad de que sean estrictamente orgánicos, tanto en la producción como en su procesamiento y embalaje. El negocio culmina en parte con un elegante punto de venta en Miraflores.
Samaca tiene un cuidado especial con su entorno natural, aumentando el número y la densidad de especies nativas, especialmente arbóreas (huarango, molle, espino, tara) y evitando impactar en el paisaje desértico que lo rodea. Para deleite de visitantes, el sitio cuenta con algunos venados grises que complementan la fauna silvestre local que, por razones obvias, es limitada. Cerca del lugar existen lomas bastante extensas y dignas de ser vistas, aunque de difícil acceso y, además, tampoco está lejos el ya famoso Cañón de los Perdidos, que atrae turistas de todo el país y del exterior. En realidad, el desierto que rodea Samaca es un tesoro por descubrir no solo en términos paisajísticos, sino especialmente geológicos, paleontológicos y arqueológicos. De hecho, Samaca ha sido la generosa base de apoyo para importantes investigaciones científicas, especialmente botánicas y arqueológicas (Beresford-Jones, 2014; Beresford-Jones et al, 2009, 2011; Whaley, 2010). Lamentablemente, la estupidez humana no da tregua ni en esos lugares alejados. En efecto, los vehículos “todo terreno” circulan por todo lado, sin respetar las trochas, en su afán exhibicionista, dejando a pérdida de vista tanto sus huellas como su basura. Además, por allí pasa la versión suramericana del malhadado rally Paris-Dakar, ocasionando un daño considerable y perdurable.
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Tampoco ha existido ningún respeto por el patrimonio arqueológico del lugar. Entristece ver, a todo lo largo del río seco que llega a Samaca, los efectos de huaqueo salvaje sobre cuánto resto prehispánico existió. Hay lugares en que, literalmente, se camina sobre millares de fragmentos de cerámicos. Uno de los sitios donde aún aflora una villa antigua está precisamente dentro del área de Samaca. Obviamente, al regar y preparar la tierra fueron aflorando más y más objetos que no interesaron a los huaqueros. Benavides los fue juntando y ordenando cuidadosamente. Y ese material, hoy abundante, ha sido acondicionado con mucho arte e ingenio en lo que es ahora un excelente museo de sitio. Ya se han realizado varios estudios arqueológicos en la región, conducidos por arqueólogos de fama nacional y mundial. Parece un lugar muy propicio para estudiar el periodo en el que la cultura Paracas fue progresivamente tomada o transformada en la cultura Nazca. Y, pensando en esas antiguas culturas que mantenían contacto permanente con la Sierra de Huancavelica, es que Benavides decidió mantener un rebaño de llamas, que ya llegaban a Samaca milenios atrás.
La experiencia de Alberto Benavides se parece mucho a la de dos parejas de personajes también famosos. La primera es la conformada por Carmen Felipe-Morales y su esposo Ulises Moreno, ambos agrónomos, que tienen en Pachacamac (Lurín) un sitio minúsculo (Fundo Casa Blanca) pero naturalmente más fértil que Samaca donde han creado un verdadero laboratorio de agricultura sostenible y producción orgánica, que es un ejemplo de lo que es la agricultura ecológica. Tal como Benavides, ellos se cansaron de la vida urbana y decidieron aplicar lo que ellos enseñaban a sus alumnos de la Universidad Nacional Agraria de La Molina. Una pieza fundamental de lo que consiguieron hacer fue la instalación de un biodigestor que, genera energía y abonos, en base a residuos de la crianza de cuyes. De allí en adelante consiguen producir de todo, inclusive decenas de especies de plantas comestibles, para alimentar los cuyes, para su sustento y para comercializar. Perfeccionaron ese circuito virtuoso con un sistema simple pero eficaz de reciclaje de aguas servidas para enfrentar la escasez crónica de ese recurso.
Tampoco puede dejar de mencionarse el caso del desaparecido Antonio Brack, primer ministro del ambiente del Perú y de su esposa Cecilia Mendiola. Años atrás ellos adquirieron una pequeña propiedad en Chilca, en medio de las llamadas “hoyas de Chilca”. Allí desarrollaron algo muy similar a lo realizado por Alberto Benavides en Samaca y por los esposos Moreno en Pachacamac, pero, en este caso, esencialmente fundamentado en las técnicas prehispánicas apenas complementadas por un reservorio de agua para la estación en que el nivel freático desciende demasiado. También insistieron en la producción de cuyes, además de higos y granadas, entre otros frutales. Pero la chacra que crearon era un verdadero vergel, en el que nunca entraron agroquímicos de ningún tipo.
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Los casos de Benavides, de los Moreno y de los Brack hace pensar en un cuarto caso que, siendo muy diferente en escala, recoge varios fundamentos de lo resaltado en los que se han citado. Se trata de la hacienda La Calera, en Chincha, donde el agrónomo Estuardo Masías ha ganado unas 1.800 hectáreas al desierto absoluto, principalmente usando abono orgánico, agua captada por un sistema inspirado en los acueductos de Nazca y energía solar (Dourojeanni, 2019). Esta propiedad desarrolla una producción industrial de frutas para exportación que, pese a lo dicho, no pretende ser ecológica ni mucho menos, orgánica, pero que, si demuestra claramente que el desierto puede ser convertido, como lo hicieron los antiguos habitantes del Perú, en generosa área cultivada, aprovechando sensatamente el don que representa el sol radiante y, manejando juiciosa y económicamente el agua escasa que baja de los Andes próximos.
Alberto Benavides, como los Moreno y los Brack, así como Masías, son la clase de peruanos inspirados, ingeniosos y decididos que aplican su originalidad a resolver los problemas nacionales y, particularmente, a demostrar en la práctica que el desierto peruano, siempre despreciado como un eriazo inservible, puede ofrecer una gran alternativa para la incesante expansión de la frontera agropecuaria en la Selva, lo que implica terribles y ya bien demostradas consecuencias ambientales. En efecto, ellos comprueban que es posible reconstruir o crear ecosistemas complejos, sostenibles, beneficiosos a la sociedad y al ambiente en los mismos desiertos que ya sostuvieron grandes desarrollos culturales en el pasado.
Para terminar, debo referirme a otro hecho. Quien insistió en llevarme a conocer Samaca fue María Angélica Matarazzo de Benavides. Sí. Ella es la linda señora casi centenaria que lucha desde hace décadas, sin tregua y sin perder el buen humor, para que Lima y otras ciudades del Perú dispongan de un jardín botánico que permita conservar ex situ parte de la flora peruana, tan maltratada y olvidada y que dé, a los citadinos, la oportunidad de deleitarse y recrearse viendo esas maravillas naturales. Ella acaba de publicar un libro con la palabra “Tríptico” como título (Benavides-Matarazzo, 2020) en el que, entre otros dos relatos, describe su propia experiencia en Samaca. Para quien desee entender más sobre este lugar único es importante leer ese texto. Pero no deben perderse las otras dos partes del tríptico, la primera sobre la batalla del jardín botánico y la tercera sobre la vida de una ciudadana que vivió en la Sierra y en la Selva de Ayacucho antes de llegar al Lima. Vale la pena.
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