OPINIÓN | Jair Bolsonaro y el ambiente / Escribe Marc Dourojeanni
jueves 29 de noviembre, 2018
Marc Dourojeanni / Profesor Emérito de la Universidad Agraria La Molina
El llamado socioambientalismo ha prosperado mucho en el Brasil durante el Gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), o sea, bajo el mandato de Ignacio “Lula” da Silva y de Dilma Rousseff, que se prolongó de 2002 a 2016. Esa forma de asumir la relación de la sociedad con su entorno natural se diferencia del ambientalismo por ser acentuadamente antropocéntrico y por haber sido contaminado por ideologías y prácticas izquierdistas. Se fundamenta, asimismo, en la utopía del desarrollo sostenible y en la mistificación del indigenismo como garantía de este. La elección de Bolsonaro a la presidencia ha ocasionado, lógicamente, una conmoción en el establishment socioambiental y ha desencadenado una avalancha de reacciones histéricas, augurando las más diversas calamidades. Pese a haber razones para mucha preocupación con lo que pueda ocurrir al ambiente con el Gobierno que se va a inaugurar, es preciso reconocer que la ideología que ha dominado por tanto tiempo el sector ambiental brasileño no ha traído beneficios tan evidentes como los que la propaganda ha hecho creer.
La reciente declaración como “patrimonio cultural de la nación” de la deforestación por roza y quema de la tan amenazada Mata Atlántica por quilombolas -en teoría, afroamericanos escapados de la esclavitud y con estilo de vida asimilado a los indígenas-en un país que dice combatir desesperadamente la destrucción de sus bosques, es un excelente símbolo de la confusión que predomina en el sector ambiental. En efecto, para la naturaleza es indiferente ser destruida por ricos o pobres, por negros o blancos. Los que defienden el Gobierno que se va parecen creer firmemente que la destrucción del patrimonio natural sólo es contraproducente si es hecha por una parte de la sociedad, pero no si la hace otra. Personalidades de ese mismo Gobierno pretendieron abrir los parques nacionales a su ocupación por comunidades indígenas y demás pueblos tradicionales -obvia y convenientemente sin definición precisa- y, por cierto, a la caza, pesca o extracción vegetal, distorsionando su función precipua, que es conservar muestras viables de la diversidad biológica y de los ecosistemas sin más interferencia humana que la que sea estrictamente inevitable.
En el caso del Instituto Chico Mendes de Conservación de la Biodiversidad (ICMBio) resulta evidente que, haciendo honor a su nombre que venera un líder sindical, pone énfasis en distribuir tierra para fines agropecuarios y forestales, usando categorías de áreas protegidas que no están protegidas y, en cambio, otorgando poca prioridad a las que son su razón de existir, como los parques nacionales, reservas biológicas y estaciones ecológicas. En la actualidad, la mayor parte de la tierra «protegida» de Brasil tiene gente que la explota con exclusividad y privilegios. En ella se puede deforestar, criar ganado, practicar agricultura, explotar el bosque sacando madera y otros productos, cazar y pescar. Cada año la población residente de esas «áreas naturales protegidas» aumenta y sus bosques disminuyen y se degradan más. En ellas sólo se conserva lo que aún no se explota. Muchas veces esto ha sido denunciado como lo que es: una reforma agraria disfrazada y simplificada. Hay, en la Explanada de los Ministerios de Brasilia, otros ministerios para hacer eso.
Un informe reciente revela que hasta 2012 había 54 000 km de carreteras ilegales dentro y fuera -hasta a 10 km alrededor- de las áreas naturales protegidas y tierras indígenas en la Amazonía del Brasil y que apenas de 2012 a 2016 -Gobierno de Dilma Rousseff- se construyeron 25 000 km más, de los que 15 000 están dentro de las áreas protegidas. Se trata pues de una evidencia incuestionable de lo que realmente ha venido ocurriendo en términos de conservación. Como era de suponer, la mayor parte de esas carreteras afecta a las áreas protegidas de uso directo o “blandas” ya que sus ocupantes son los más interesados en construirlas. Este es un ejemplo, entre muchísimos, que revela la realidad tantas veces disfrazada con discursos sobre la creación de enormes áreas “protegidas” que no protegen, como las reservas extractivistas, las áreas de protección ambiental, las reservas de biósfera, los bosques nacionales y varias más. De otra parte, así como la tan criticada reforma del Código Forestal fue liderada por un líder comunista, los gobiernos de Lula y Dilma tampoco fueron tímidos en hacer grandes obras públicas, incluyendo hidroeléctricas gigantescas, ambientalmente muy discutibles en la Amazonía y en otros biomas. No toca a ellos y a sus defensores lanzar piedras por lo que quizá haga el próximo Gobierno.
Si el autor fuese brasileño no habría sabido por quién votar. Tanto Bolsonaro como Haddad eran opciones evidentemente inadecuadas, aunque el discurso ambiental de este último parecía canto de sirena. El mismo canto que se usó por largo tiempo. Ocurre que el sector público ambiental ha sido impregnado de ideas sociales justas y respetables cuya puesta en práctica; sin embargo, no corresponde a su misión en el concierto del Estado. Fue dominado por quienes pueden coadyuvar en la tarea de cuidar del ambiente, pero que no deben conducirla pues no son competentes para hacerlo. El antropocentrismo inmediatista y el asistencialismo actualmente dominan ese sector que, por el contrario, tiene por tarea pensar y actuar en beneficio de un futuro mejor, especialmente en el largo plazo. Olvidaron que el único destructor de la naturaleza es el ser humano y que el Ministerio del Ambiente, aplicando la ley, debe evitar esos malos tratos y proteger a la sociedad de sus consecuencias. Y, como dicho, también olvidaron que distribuir tierra, proveer empleos a los pobres rurales, cuidar de los indígenas y, en una palabra, asegurar la equidad en la sociedad, aun admitiendo que son asuntos que deben preocupar y motivar a todos, son tareas de otros sectores de la administración pública.
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Por el otro lado, hay que reconocer que la impresionante colección de “tonterías ambientales” emitidas por el candidato de derecha y por su equipo, especialmente antes de la elección, son para espantar a cualquiera. De todas, la peor fue pretender fusionar los ministerios de Ambiente y Agricultura. Pero en la misma línea está la afirmación de que el cambio climático no pasa de una “ideología de izquierda”, que existe una “industria de multas” en el Instituto Brasileño del Ambiente (Ibama) o que el Brasil puede “dar lecciones de conservación del bosque a Noruega”, país que además es un muy generoso donante de fondos para proteger la Amazonía… y muchas más por el estilo. También, por cierto, se están reviviendo viejas amenazas del desarrollismo a ultranza contra la Amazonía, como levantar la prohibición de expandir en ella la soya y otros cultivos industriales, frenar la continua expansión del territorio cedido a indígenas, abrir la región a más obras públicas y a la minería.
Es previsible que la lucha para evitar retrocesos ambientales será dura. Va a depender de muchos factores aún indefinidos. El nuevo Gobierno es claramente derechista -tanto como el anterior era izquierdista- pero no por eso deja de ser democrático y no puede tomar decisiones sin participación de los demás poderes del Estado, en los que no tiene mayoría. Hay espacio para hacer oposición. De otra parte, terminado el proceso electoral, el nuevo equipo está comenzando a enfrentar la realidad y ya es evidente que los discursos y actitudes están cada vez más moderados. Por ejemplo, fueron voceros de los sectores agropecuario y económico los que más efectivamente se opusieron a la fusión de los ministerios de Agricultura y Ambiente. Mientras se escribe esto, aún se desconoce quién será el nuevo ministro del Ambiente y, para temas como los abordados en esta nota, el nuevo equipo ministerial será decisivo para devolver al sector el profesionalismo que nunca debió abandonar.
Aunque la inmensa mayoría de los brasileros hubiera deseado una alternativa diferente a la planteada por la elección, ahora sólo les queda resignarse a vivir con el resultado de los votos. La gestión del ambiente, especialmente dadas las evidencias catastróficas mundiales de la actualidad, no puede ser ideológica, no puede ser de izquierda ni de derecha. Debe ser técnica. El sector público ambiental debe cuidar el ambiente para el bien de todos, pero no puede resolver todos los problemas sociales.
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