- En Illescas se desarrollaron las técnicas que fueron usadas posteriormente para salvar al cóndor de California. Hoy alrededor de 350 de ellos vuelan libremente en varios lugares de Estados Unidos. ¿Cómo lo lograron?
Escribe: Enrique Ortiz / Director de Andes Amazon Fund*
Hace pocos años, estando solo en la cima de una montaña en el Parque Nacional Zion, en el estado de Utah, Estados Unidos, tuve una experiencia casi mística que me transportó de inmediato a la Península de Illescas, en la costa norte de Perú. Así como de la nada, apareció un cóndor de California que llevaba una placa de plástico adherida a una de sus alas y se posó a escasos metros de mí. Fue un evento extraordinario por dos razones: la primera, porque se trata de una especie muy rara que “milagrosamente” se salvó de la extinción y, la segunda, que Illescas y yo tuvimos que ver directamente con ello. Fue como si ese cóndor me hubiera venido a saludar, a decirme algo al oído.
A finales de los setenta, era claro que el cóndor de California estaba en camino a desaparecer por envenenamientos, la cacería y destrucción de su hábitat. Los censos anuales mostraban ya una caída significativa y los científicos que éramos testigos de ese descenso crítico solo nos preguntábamos: ¿Qué podíamos hacer? Algunos decían que su extinción era inevitable y que había que dejarlo irse en paz —como asunto de respeto. Otros, prácticos y tercos, opinaban que se podía salvar y que había que actuar rápida y radicalmente. Cuando solo quedaban 22 de ellos volando libremente en los cielos norteamericanos —además de algunos en cautiverio—, el Servicio de Caza y Pesca (F&WS) decidió actuar. Con el apoyo técnico de científicos, liderados por el Zoológico de San Diego, decidieron capturarlos a todos. No quedó uno solo libre. Era todo o nada.
La península de Illescas, en los años ochenta, era uno de esos sitios casi inaccesibles que tenían un aire surrealista, al que para llegar había que estar muy bien equipado. Era el único lugar conocido en la costa donde el cóndor andino anidaba. Además, era muy atractivo saber que, desde esa punta de litoral norteño donde la corriente de Humboldt se aleja de la costa en dirección a las Islas Galápagos, no había ninguna población o camino desde las costas chiclayanas. Solo 200 kilómetros de playa virgen, por cierto, la más larga del Perú. Más aún, se sabía que existían poblaciones asilvestradas de burros y cabras, animales introducidos de origen desconocido. Esas montañas aflorando a la orilla de un mar con colonias de lobos marinos y huesos de ballenas varadas en el tiempo, en medio de un desierto lleno de animales atractivos —como el diminuto zorro de Sechura y culebras de coral— eran el sueño de un joven biólogo.
El cóndor de California, más allá de ser el ave norteamericana más grande, tiene un significado religioso y mágico para las culturas ancestrales y modernas de su país. La idea de atrapar a todos ellos era demasiado riesgosa y audaz. Se sabía muy poco de ellos, además que nadie tenía la experiencia en ese tipo de programas. Literalmente, se estaban jugando el cuello, pero contaban con gran esperanza y un apropiado presupuesto. El plan era reproducirlos en cautiverio y, mientras se corregía las causas que lo llevaron a la casi extinción, reintroducirlos para repoblar sus territorios originales. Se había avanzado ya en la técnicas de reproducción en cautiverio, pero lo más difícil era la tarea del repoblamiento, más aún para un ave de esa envergadura y amplio rango de vuelo. Y, si hubiera éxito, ¿sobrevivirían estos en libertad? ¿habría servido ese esfuerzo para algo?
Poner en práctica estas técnicas demandaba un desafío grande y no se podía poner en riesgo un número tan limitado de cóndores de California. Se necesitaba un sustituto. ¡Voilá! El cóndor andino es el pariente más cercano y parecido al de California y, por ello, éste era el llamado a salvarlo. Se necesitaba también un lugar seguro para una población de cóndores y sobre todo libre de interferencias humanas. Fue así como se llega a la Península de Illescas. Era el sitio perfecto para probar esas técnicas de cuidado y repoblamiento con una especie muy similar al cóndor de California. Entonces una población de cóndores andinos ya existente en Estados Unidos, probablemente de origen peruano, fue elegida para la tarea, y sus pichones fueron el punto focal. Estos, nacidos y cuidados en cautiverio en el zoológico de San Diego, fueron alimentados por más de un año con marionetas que buscaban simular las figuras de sus padres (hasta imitando los sonidos). Además, se mantuvieron en total aislamiento para evitar el contacto con la gente. ¿Se imaginan la paciencia de los técnicos? Algo así solo se puede hacer con mucho cariño y dedicación.
Con el apoyo de ambos gobiernos, esos pichones de cóndor andino, ya de edad juvenil y aptos para volar, fueron traídos al Perú a principios de los ochenta y llevados cuidadosamente a la península de Illescas. Fueron liberados en lugares que quizá alguna vez fueron nidos y luego monitoreados las 24 horas del día. A la vez, se atrapó y marcó a varios cóndores silvestres de Illescas para monitorear la población local y para aprender sobre su vida social, información crucial para el programa. Cada cóndor andino, de los importados y los nativos, llevaba en el ala una identificación individual y un emisor de datos de localización. Además, estos llevaban un pequeño panel solar que alimentaba de energía a esos dispositivos. Todo tenía que ser muy chico y ligero, y para los tiempos era cosa de ciencia ficción. Eran los pininos de una técnica de rastreo satelital ampliamente usada hoy. Los cóndores fueron rastreados permanentemente para conocer sus movimientos y, sobre todo, para saber si seguían con vida. Como asistente en la investigación, yo fui uno de esos dedicados rastreadores.
La experiencia de vivir las 24 horas del día por meses, sin domingos o feriados, merodeando con un telescopio por el desierto y las montañas, solo, y en unos vehículos areneros especiales para el programa, fue inolvidable. Recuerdo haber sido despertado de noche —mientras dormía en los huecos que cavaba en la arena— por burros asilvestrados, más sorprendidos que yo por el hallazgo. Y a los cóndores, mis pichones, les desarrollé un cariño casi paternal. Y aunque algunas veces mi única anotación del día era que a las 3:42 p.m. uno de ellos se había rascado la rabadilla, nunca fue aburrido. Otras veces presencié que cóndores silvestres —adultos totalmente ajenos a los pichones peruano-norteamericanos— acudían a alimentarlos a manera de padres adoptivos. ¡La comunidad cuidaba a los jóvenes! Ese tiempo fue, indudablemente, uno de los más espectaculares en mi vida.
Para acortar esta historia, ahí en Illescas se desarrollaron las técnicas que fueron usadas posteriormente y que lograron salvar al cóndor de California. Gracias a su hermano, el cóndor andino, se aprendió a identificar los cuidados a tener, los tiempos y factores de dependencia, los aparejos después usados y, sobre todo, se conoció como socializan estos maravillosos animales.
Coincidentemente, es una alegría tremenda saber ahora que ese lugar donde todo esto sucedió está a punto de ser declarado como la “Reserva Nacional Illescas”. Este hermoso lugar está siendo finalmente categorizado y protegido por sus atributos biológicos y geológicos propios. Es uno de los puntos continentales más al Oeste del país, con el último remanente (al norte) de la antigua cordillera de la costa. Esas condiciones crearon el ambiente donde florecieron especies únicas para Illescas, y una mezcla de ambientes cálidos y fríos, con mangles, vegetación de lomas, pingüinos, docenas de especies migratorias, además de una saludable población del amenazado cóndor andino. Todo esto gracias al SERNANP, a las autoridades piuranas y a los pobladores sechuranos.
Horas más tarde, ya recuperado del encuentro con el cóndor silvestre en Utah, le relaté mi experiencia a un guardaparque que seguramente pensó que estaba bajo el efecto de un alucinógeno. Pues, no. Vean la foto que lo comprueba. Diez años después de Illescas, los cóndores de california fueron reintroducidos a la vida silvestre en varios lugares en Estados Unidos, y hoy en día hay alrededor de 350 de ellos volando libremente y con una población en aumento. Se salvó de estar en la lista de especies extintas recién confirmadas, que incluyen al enorme carpintero pico de marfil, entre otras desafortunadas criaturas. Gracias al cóndor andino y a la futura Reserva Nacional Illescas, se salvó al cóndor de California. ¡Ahh…! Amigo cóndor de Utah, ¡de nada!
Cóndor de California. Foto: Enrique Ortiz.
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* El artículo fue publicado originalmente en Mongabay Latam, el 14 de noviembre de 2021.
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