Escribe Juan Luis Dammert / Ph.D en Geografía (Clark University, Massachusetts) y Licenciado en Sociología por la PUCP.
Con los destapes periódicos del caso Lava Jato, la discusión pública se ha centrado en los costos económicos que ha supuesto la corrupción en obras de infraestructura construidas por Odebrecht y otras empresas. Las obras sobrevaloradas, arbitrajes amañados y condiciones adversas en los contratos de concesión nos han costado a los peruanos miles de millones de dólares. Estamos constatando, además, cómo las más altas autoridades del país se beneficiaron indebidamente al recibir coimas para facilitar estos robos sistemáticos. Las investigaciones fiscales y periodísticas han avanzado al punto de que es bastante probable que todos o la mayoría de presidentes de este milenio vayan a la cárcel por estos hechos. Sin embargo, estas revelaciones espectaculares han opacado otras dimensiones de las consecuencias del festín de la corrupción alrededor de las obras de infraestructura: los impactos socioambientales generados por estas. Un caso emblemático, no solo por corrupción sino por la forma radical en que transformó el territorio, es el del Corredor Vial Interoceánico Sur (CVIS).
Hace poco salió publicado en el portal del “Global Development Policy Center” de Boston University un conjunto de investigaciones sobre el rol de las salvaguardas ambientales y sociales de los bancos de desarrollo en proyectos de infraestructura en la Amazonía andina. La investigación regional fue codirigida desde la Universidad del Pacífico, que me contrató como consultor para hacer el informe del caso del CVIS y la construcción fallida de la Central Hidroeléctrica de Inambari. El libro con las versiones finales está pendiente de publicación, pero ya están disponibles un documento de trabajo en castellano y una versión más corta en inglés sobre estos casos. Si bien el análisis se centró en el rol de los bancos de desarrollo (en el caso del CVIS fue la CAF), en esta columna destaco algunos puntos sobre cómo se organizó el Estado peruano para concretar el CVIS y cuáles fueron los impactos socioambientales de la obra, a propósito de la notoriedad que esta ha retomado con los nuevos destapes de corrupción.
Ahora sabemos que la corrupción “aceitó” el proceso para concretar la ejecución del megaproyecto, pero también es cierto que existían expectativas reales de que la integración física con Brasil elevaría el comercio, la integración económica, acercaría los servicios, incrementaría los precios de la tierra y el turismo, además de que en general la carretera permitiría acercar territorios hasta entonces remotos dentro del Perú, como Madre de Dios. Lo que interesa destacar aquí es que se formó una amplia coalición en respaldo del CVIS, sobre la base de la legitimidad social que tenía el proyecto. En este contexto, el Gobierno peruano agilizó el inicio de la construcción sin desarrollar mecanismos de salvaguarda acordes a los potenciales impactos de la obra, a pesar de que había antecedentes negativos de proyectos similares y que fue advertido explícitamente de los riesgos ambientales y sociales que implicaría la construcción de una autopista atravesando bosques tropicales y corredores de conservación. Para que se concrete la Interoceánica Sur, el Gobierno peruano tomó la decisión política de ejecutar el proyecto, como parte de su involucramiento en la integración física sudamericana y en particular la integración física Perú-Brasil en el marco de la iniciativa IIRSA y atendiendo además un interés regional que venía de décadas atrás en el Sur Andino para que el proyecto sea ejecutado. Desde al menos 1991, Odebrecht venía participando en discusiones exploratorias con autoridades regionales y nacionales para construir la obra.
El proyecto fue apurado por el Gobierno de Alejandro Toledo, exonerándolo de trámites administrativos nacionales como el SNIP. Los estudios de impacto ambiental se realizaron por tramos y agrupando porciones de estos tramos que contaban con diferentes niveles de información y evaluación previa por parte del Estado. Es decir: no hubo una evaluación de impacto ambiental integral para la carretera, ni siquiera a nivel de su porción amazónica, ni tampoco se realizó previamente una Evaluación Ambiental Estratégica (EAE) que permita planificar el territorio y maximizar las oportunidades que podría traer el asfalto. Cuando la decisión política de ejecutar el megaproyecto estaba tomada, las consideraciones del impacto territorial se convirtieron en un mero trámite que había que pasar o esquivar para acelerar el proyecto.
La presión de grupos ambientalistas dentro y fuera del Estado logró que se implementen tímidos programas de mitigación de impactos indirectos de la obra. Entre estos destacan los financiados por CAF (CAF-INRENA y MINAM-CAF) y la iniciativa iSur, financiada principalmente por Odebrecht. Estos programas fueron novedosos para su época, pero resultaron irrelevantes para atender las transformaciones que trajo la carretera. Su presupuesto fue reducido y sus componentes fueron atomizados entre varias oficinas del Estado, muchas de ellas con capacidades limitadas. Así, estas iniciativas no pudieron atajar los procesos que se desencadenaron con la carretera: flujos migratorios, presiones por la tierra, intensificación del uso del suelo, comportamientos especulativos y –sobre todo– la fiebre del oro en Madre de Dios. Esta última se explica principalmente por el aumento del precio del oro, pero su geografía es clara: las nuevas áreas de expansión indiscriminada están en los márgenes de la carretera, principalmente en La Pampa.
Los impactos socioambientales de la construcción del CVIS fueron los esperados, aunque la fiebre del oro sobrepasó los peores pronósticos. Si bien algunos indicadores como la pobreza monetaria mejoraron, las expectativas de integración comercial con Brasil no se materializaron. En Madre de Dios aumentó la deforestación en toda la zona de impacto indirecto de la carretera, al “acercar” tierras que antes eran remotas por inaccesibles y hacerlas atractivas para actividades agropecuarias. El consiguiente incremento en el precio de la tierra propició invasiones y casos de despojo hacia aquellos que no tenían los títulos de propiedad en regla. La tala ilegal también se incrementó, al igual que los rumores de que la carretera era utilizada como ruta del narcotráfico. Pero lo más dramático fue sin duda la expansión de la minería informal e ilegal de oro, totalmente fuera de control hace al menos una década. A la destrucción ambiental de esta actividad se suma la tragedia social que acompaña la extracción: trata de personas, explotación sexual de menores, bandas armadas y violencia. Como estamos viendo estos días, el Estado peruano esporádicamente organiza costosos operativos para golpear este fenómeno, aunque el éxito de estos esfuerzos es evidentemente muy limitado.
Así, obras como la Interoceánica Sur no solo han traído costos económicos y políticos al país, sino que han supuesto costos inmensos en materia ambiental y social. Construir carreteras que atraviesan zonas ecológica y socialmente sensibles por lo general trae impactos desastrosos. Los antecedentes, como el caso Polonoroeste en Brasil, son prácticamente unánimes en señalar que este tipo de proyectos necesitan inversiones considerables para mitigar sus impactos potenciales y contribuir al desarrollo sostenible. Alrededor del CVIS hubo una coalición bastante activa en promover el proyecto y los intereses políticos y económicos –algunos legítimos y otros absolutamente subalternos– opacaron totalmente las consideraciones socioambientales de la obra. Una lección a aprender aquí es que en muchos casos los megaproyectos son un gran negocio para quienes los promueven y los construyen, pero no necesariamente para el país. En el caso del CVIS, los impactos socioambientales de la corrupción son particularmente elocuentes.
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