Escribe Marc Dourojeanni / Profesor Emérito de la Universidad Nacional Agraria La Molina
Desastre, tragedia, catástrofe, calamidad, hecatombe, devastación, infortunio, fatalidad, siniestro, infelicidad, desdicha, desventura, convulsión, son apenas algunos de los términos que los humanos hemos inventado para describir los males que sufrimos. Esas palabras se usan en el caso de guerras, terremotos, incendios, avalanchas, crímenes, pestes, plagas y otros acontecimientos que, unos más que otros, ponen a prueba a los humanos y crean sufrimiento, pena, congoja.
Destrucción y reconstrucción
Es interesante constatar que todos esos hechos no hacen referencia a sucesos sin remediación, sin retorno. Claro que quien murió no revive, que los crímenes tienen carácter permanentemente horrible, y que los bienes destruidos o perdidos no vuelven. Pero, en realidad, todo lo que se destruye en el contexto citado retorna de alguna forma. Los fallecidos son reemplazados por los que nacen o por los que después ocupan el lugar, los edificios se reconstruyen y se hacen mayores y mejores, los campos de cultivo devastados se replantan y pueden producir más, los libros quemados se reimprimen, las civilizaciones y sus culturas, inclusive cuando subyugadas, renacen de las cenizas o son asimiladas. Hasta las obras de arte incunables que son estúpidamente destruidas por los vencedores o los anarquistas son o pueden, en alguna forma, ser reconstruidas.
Es común que usemos esos mismos términos para describir los enormes daños, púdicamente llamados “impactos”, que causamos a la naturaleza; es decir, al mundo vivo que nos acoge y, también, a veces, les damos el sentido de tragedia, de pérdida. Pero raramente los asociamos con la noción de irreversibilidad, de mal irremediable que, por el contrario, atribuimos generosa y a veces inadecuadamente a las desgracias que afectan las personas y los bienes humanos ya que, como visto, muy raramente o nunca son, textualmente, el punto final. Siempre tienen un renacer, un recomienzo o una reconstrucción.
Destrucción irremediable
La destrucción de las unidades vitales de la naturaleza o de la biota, que llamamos ecosistemas, a diferencia de todo el daño que los propios humanos nos hacemos o que la naturaleza desencadenada puede hacernos, es absoluta, radical e irremediablemente irreversible. No existe renacer de lo mismo que se elimina. Puede nacer o reconstruirse progresivamente otro ecosistema, pero este nunca será como el original. La destrucción de un ecosistema representa la descripción más exacta del concepto de aniquilamiento.
Y ningún bioma muestra mejor lo que se desea explicar que el bosque tropical húmedo, que en esta época es quizá el más amenazado por la especie humana. Son, en efecto, muy pocos los que tienen conciencia de lo que ocurre cuando se derrumba toda la vegetación de una sola hectárea de ese bosque y se prende fuego a los restos. Deforestar una hectárea es muy fácil. Un solo hombre con hacha y machete lo puede hacer en poco más de una semana, pero un equipo mecanizado moderno lo logra en una hora.
Empero, lo que se elimina con tanta facilidad es el resultado de milenios de evolución, en la que participan miles o decenas de miles y hasta millones de especies y billones de individuos que desarrollan relaciones tan complejas y sofisticadas como las que forman el cuerpo humano, el que equivale a apenas una de las especies de mamíferos que puede estar en ese ecosistema. En realidad, se elimina una constelación vital que nunca volverá. Y no es mucho exagerar que cada hectárea posee sus propias constelaciones… ¿cuántas existirán en las 150 mil hectáreas que se deforesta cada año en el Perú y cuántas ya se ha perdido, para siempre, en los más de diez millones de hectáreas deforestadas en el pasado reciente?
Dimensión de las pérdidas
En cada hectárea derrumbada puede haber tanto como 14 mil árboles de todo tamaño pertenecientes a hasta 600 especies diferentes, a docenas de familias y a un par de centenas de géneros. La inmensa mayoría de esos vegetales son muy pequeños, de apenas unos centímetros de alto o son hierbas, epifitas y trepadoras. Gran parte de esas plantas están sobre los árboles. En apenas un árbol se ha encontrado 195 especies de orquídeas, bromelias y musgos. Y, en ese listado no se incluyen los hongos ni los microorganismos de los que muchos viven en el suelo.
En esa hectárea alegremente destruida por el campesino migrante o por el empresario puede haber hasta 42 mil especies de insectos y millones de ejemplares de estos. En un solo metro cuadrado se han contado hasta 50 especies de hormigas y más de 800 ejemplares. Pero si se contabilizaran grupos animales menos desarrollados se regresa a cifras millonarias. Y aquí no se hablará de mamíferos, aves y reptiles al respecto de los que alguien podría argumentar que pueden escaparse a la hectárea vecina.
Cada especie de árbol, como fue demostrado en el Perú, alberga un universo animal en sus copas, especialmente insectos, y otro en sus raíces, que es diferente del universo de los árboles vecinos. Fue demostrado que, si se adicionaran esas especies, muchas de las que ni se conocen, el número de animales conocidos en el mundo podría multiplicarse.
Y hay más, no solamente se trata de la increíble diversidad que posee cada hectárea, sino que cada hectárea sostiene, en realidad, ecosistemas completos que no necesariamente se repiten idénticos siquiera en lugares próximos de la extensa selva. Ha sido ampliamente demostrado que la selva tropical es tremendamente diferente de lugar a lugar en virtud de su historia evolutiva y de factores abióticos. Y, la mayor parte de ese cosmos vivo ni siquiera es conocida por la ciencia.
El fin sin retorno
La vida que se aniquila en cada hectárea destruida es el fin absoluto, irreversible, irremediable de un mundo, de un universo, pequeño es verdad, pero no menos único por eso. Jamás podremos devolverlo a su situación original pues nunca podremos volver a reunir el conjunto de plantas y animales que estaban allí antes de que la máquina, el hacha, el machete y el fuego entraran.
Algunos creen que el bosque regresa, que vuelve a crecer. Es verdad que ecosistemas pueden nacer en islas recién emergidas o en otras radicalmente destruidas por volcanes. Es verdad que, si se permite, crece rápidamente un bosque nuevo, con especies llamadas pioneras y que después de algunos años recupera algunas características del bosque original, siempre y cuando su suelo no esté demasiado dañado y que no esté lejos de las fuentes de semillas. Pero, inclusive después de décadas y hasta de siglos, ese bosque seguirá sin ser igual al que fue destruido. Tendrá bien sea menos especies o quizá especies diferentes de plantas y animales, y sus servicios ecosistémicos o ambientales nunca serán los mismos. La vida retorna, pero no es igual.
Y otros suponen que el café, el cacao o la palma aceitera o, peor, el arroz o la soya y los pastos cultivados pueden sustituir la naturaleza, pues, finalmente, también son plantas. Pero deben recordar que el ecosistema artificial en que esos cultivos crecen es elemental. En realidad, es un verdadero desierto biológico y que, por eso, no se sustentan solos. Desaparecen si el ser humano les corta los insumos.
En conclusión
Lo escrito solo pretende estimular a que se piense en la real dimensión de la necesidad de proteger el bosque natural amazónico. Se trata de un bien único, precioso al que no tenemos ningún derecho de exterminar, pues, el bosque tropical no se renueva después de extirpado.
Por eso, cuando es realmente indispensable deforestar, esa media drástica debe limitarse estrictamente a lo que realmente se necesita, con conciencia de la hecatombe vital que se provoca y, por tanto, en el caso del Perú, es deber cívico aprovechar bien la inmensidad de tierra ya deforestada que ahora está en su mayor parte subutilizada.
La destrucción de la Amazonía no es apenas una tragedia o una calamidad, ni siquiera es devastación, desastre o catástrofe. Es mucho peor. Es la aniquilación final de seres y de combinaciones de seres que jamás volverán a ser vistos. Recordemos eso cada vez que volvamos a poner el pie en esa catedral de la vida que es el bosque tropical húmedo.
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