- Afectados afirman que hasta ahora no han sido atendidos por el Estado y mucho menos por la empresa responsable del desastre ambiental ocurrido el pasado 15 de enero.
Por Guillermo Reaño / Viajeros
Marianna Ducoli se mudó al distrito de Santa Rosa hace diez años. Aunque nació en Italia, el mar que atisba desde el malecón de la urbanización donde vive parece haberla adoptado para siempre. Ella es una de las decenas de vecinos que se encontraban en la urbanización Country Club de Santa Rosa cuando las emanaciones del petróleo vertido en el océano el pasado 15 de enero llegaron a esta parte de Lima con su pestilente y rápido avance hacia el norte de la capital.
Como nos han informado las personas que entrevistamos en la zona del siniestro, el olor a hidrocarburos precedió la llegada de la mancha oleaginosa que en los días siguientes enturbió un área de aproximadamente dos millones de metros cuadrados de mar, contaminando a su paso 37 mil toneladas de arena.
La noche del siniestro, Marianna tuvo que sellar las puertas y ventanas de su domicilio para evitar que el mal olor perjudicara a su familia más de lo debido. Al día siguiente, los trastornos en su salud eran evidentes: tenía la lengua adormecida y los labios irritados. En la posta médica del distrito le recetaron antihistamínicos y le recomendaron que se mude a otra parte.
No lo hizo: entre las muchas responsabilidades que ha asumido en el distrito donde vive, la de pertenecer al comité anti-Covid le era particularmente irrenunciable.
“No podía irme, vivo de la pizzería que dirijo con mi esposo”, nos dijo.
Cinco meses después de ocurrido el derrame de hidrocarburos en el mar de la Ventanilla, la señora Ducoli no ha recibido un sol por parte del Estado o de la empresa responsable del siniestro. De los ocho trabajadores que laboraban en su restaurante tuvo que licenciar a seis y no sabe si su local volverá a atender este fin de semana.
Destrozos en el litoral
De acuerdo a un informe de la Defensoría del Pueblo, los impactos del derrame han afectado la economía de quince mil personas. No todos, lógicamente, son pescadores y hombres de mar. En los distritos de Ventanilla, Santa Rosa, Ancón, Aucallama y Chancay la actividad comercial y el turismo, principalmente el de playas y también el gastronómico, generaban recursos importantes en la canasta familiar de la población local. Hoy la sucesión de restaurantes cerrados y playas desérticas es la constante en esta sección de la costa limeña.
En el balneario de Ancón son muy pocos los restaurantes que han seguido funcionando. Los que visitamos tuvieron que modificar su carta o están ofreciendo platillos a base de bonito, perico y otros peces de altura. Los mariscos que los buzos y “peñeros” recolectaban en el litoral afectado brillan por su ausencia.
En Santa Rosa y Ancón, muchos vecinos que vivían del alquiler de sus casas de playa en época de verano tuvieron que devolver el dinero al cerrarse las playas. Y si a eso se le suman los dos veranos perdidos por la pandemia, la situación se convierte en crítica para todos ellos.
En las playas de Ventanilla y en Bahía Grande, y en el distrito de Santa Rosa, los quioscos de comida que se habilitaban durante el verano y prolongaban su funcionamiento en los meses siguientes permanecen cerrados. Mozos, cocineros, jaladores, sombrilleros, heladeros, vendedores ambulantes, cuidadores de carros, han perdido sus puestos de trabajo.
“Nos hemos quedado sin chamba, solo en nuestra asociación somos 153 los pescadores desempleados”, comenta Miguel Núñez, presidente de la Asociación de Pescadores, Fundadores, Armadores y Estibadores Artesanales de Bahía Blanca (ASPEFAEA), un centro poblado del Proyecto Especial Ciudad Pachacútec, en Ventanilla. Su asociación solo aceptó los bonos de 300 soles que repartió Repsol a través de los municipios; los montos indemnizatorios de 3000 soles que la empresa española ha entregado no han sido recibidos por los asociados de ASPEFAEA.
[Ver además ► Afectados por el derrame de Repsol aún exigen que el Estado atienda sus demandas]
“No confiamos en Repsol, no han venido a conversar con nosotros, no les hemos visto la cara, tampoco se la hemos visto a los funcionarios de la Municipalidad de Ventanilla”, alarga su relato el pescador de Bahía Blanca.
ASPEFAEA interpuso en marzo pasado una medida cautelar ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que el Estado peruano tome medidas que aseguren la provisión de alimentos, acceso a prestaciones de salud, agua potable y seguridad para los pescadores.
“Estamos desesperados, la presión se siente, nos abruman las deudas y la mayoría de nuestros asociados tienen hijos en edad escolar o han vuelto a la universidad”, agrega.
¿Y el Estado?, le soltamos la pregunta: “Nada. Los primeros días vinieron parlamentarios, ministros y candidatos al municipio, se tomaron fotos y punto final, no sabemos nada del ministro [del Ambiente] Modesto Montoya; nos dijeron que era un funcionario comprometido, pero hasta ahora no hemos visto ni su sombra”.
Los agremiados a su asociación planean tomar las calles en los próximos días, han decidido hacer un plantón frente al Ministerio de Justicia y la Embajada de España para que atiendan sus demandas.
Lo mismo planean los afiliados a la Asociación de Extractores de Mariscos y Pesca Submarina de Ancón (AEMAPSA).
Héctor Samillán, su presidente, ha manifestado a la prensa su desconcierto frente a la situación que vienen atravesando los agremiados desde el 15 de enero pasado. Para el curtido dirigente gremial, la situación de los hombres de mar de la zona afectada es muy complicada. Dejar el litoral donde laboraban para mudarse a otras playas no es fácil. “Uno no se puede mudar a otro pueblo y comenzar a pescar allí, en otros lugares ya tienen cuotas y permisos establecidos, no hay sitio para nosotros”, afirma.
Debido a ello, cientos de pescadores han tenido que recurrir a trabajos temporales como obreros de construcción, conductores de mototaxis o guardias de seguridad. Los que a pesar de las prohibiciones siguen ingresando al mar, saben que su salud corre riesgo.
“Sabemos que el mar está contaminado, que no nos cuenten cuentos”, nos dijo Alejandro Huaroto en Puerto Pachacútec, Ventanilla, un pescador de atarraya y caña de pescar cuando podía y marisquero y “pintero” (pescador de peña) cuando el oleaje lo permitía. Él impulsaba en las playas y roqueríos de Bahía Blanca una singular empresa de turismo para aficionados al cordel y la aventura.
“A mis socios, también pescadores, y a mí, nos iba muy bien, todos los fines de semana recibíamos turistas. Estas playas, desde Cavero, en Ventanilla, hasta el club de la Marina en Ancón, son un interminable lugar de desove, de reproducción de peces y mariscos. Eran el lugar adecuado para la pesca de orilla y la pesca submarina. Repsol mató de un plumazo a nuestra gallina de los huevos de oro”, dijo con comprensible enojo.
Quisimos saber si los peces de la zona impactada por el petróleo continúan contaminados. Buscamos para ello al biólogo Yuri Hooker, de la Iniciativa para la Gobernanza Marina de la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental (SPDA).
Hooker está convencido que no se debe extraer recursos hidrobiológicos de las zonas afectadas si no se tienen a la mano los análisis químicos cuyos parámetros permitan dilucidar la presencia o no de hidrocarburos aromáticos, los más dañinos para la salud de los organismos acuáticos y las personas que los consumen por su capacidad de generar mutaciones genéticas. Léase cáncer. Así de claro.
¿Vivir en el paraíso?
Volvemos a la historia de Marianna Ducoli. Mientras su mundo y el de los pescadores afectados por el siniestro se tambalea, la comerciante y dirigente vecinal del distrito de Santa Rosa se ha dado maña para rescatar perritos de las playas y descampados de los alrededores.
Otra de las secuelas de la crisis originada por Repsol: los pescadores y comerciantes en estampida dejaron a sus mascotas a la buena de Dios.
La señora Ducoli y sus colaboradores han improvisado un centro de rescate en el local de la asociación de vecinos para dar en adopción a los perritos que van recuperando. Cuando la visitamos, seis cachorros de razas indefinidas alborotaban la tranquilidad de la mañana.
Gracias al apoyo de los activistas de Unidos por los Animales (UPA), una organización sin fines de lucro que sigue recorriendo las playas para recoger fauna afectada por el derrame y tomarle el pulso a la contaminación de sus ecosistemas, la tarea de salvataje canina ha ido dando sus frutos.
“En Playuela, muy cerca de aquí, hemos atendido a un pato que encontramos los primeros días con el plumaje impregnado de petróleo”, nos comenta Lizeth Juárez, activista de UPA. Además, agrega que “Serfor no lo recibió por no ser un animal silvestre”. Fuimos a verlo, lo encontramos en el corral de Antonio Bedón, otro pescador en tierra firme, rebosante de buena salud.
Bedón es otro de los hombres de mar que sigue esperando la presencia del Estado. O de la empresa cuya operación en La Pampilla sigue a pie firme.
Con las declaraciones de Marianna Ducoli fuimos a buscar a Vladimir Guzmán, gerente de Desarrollo Económico y Gestión Productiva de la Municipalidad Distrital de Santa Rosa. El padrón de afectados en capacidad de recibir los bonos y las compensaciones prometidas por la empresa responsable que elaboró la municipalidad está compuesto 93 vecinos. Por lo menos tres de los comerciantes con licencia municipal que fueron afectados por el siniestro no fueron considerado en esa lista.
El funcionario público recibió nuestras preguntas y hasta el cierre de este reportaje no las quiso contestar. Queríamos que nos aclare las versiones que circulan en el distrito que dan cuenta de pescadores fantasmas en el registro municipal y vecinos de otros distritos “afectados” mientras vivían en otras partes.
Solo en Chancay, la lista de damnificados ha superado las dos mil personas. En la zona del desastre ambiental, la gente, los afectados por el petróleo derramado y el impacto sobre los ecosistemas se nota en todas partes. Mientras tanto en las playas trabajadores de una empresa contratada por Repsol siguen recorriendo las orillas para recoger los brumos de arena y petróleo que el mar sigue varando.
“El mar sigue comportándose como siempre. Llegados los meses de invierno en esta parte de la costa peruana, los oleajes de temporada se acentúan y la arena de las playas, por acción de las olas, vuelve a ingresar al océano”, comenta Yuri Hooker.
Para los pescadores con los que conversamos en Playuela y Puerto Pachacútec ese es el problema de estos días. Todo el petróleo que fue enterrado en las playas, algunas veces en zanjas que fueron reportadas por la prensa, ha vuelto al mar para seguir dañando los ecosistemas costeros.
“¿Y nosotros, qué?”, nos pregunta Marcelino, un conocido pescador de estas orillas. Hace ciento cincuenta días que en su casa faltan las provisiones. Hace ciento cincuenta días o más que sus playas, su mar, fueron destruidos.
[REVISA EL ESPECIAL MULTIMEDIA “HISTORIA DE UN DERRAME]
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