Escribe: Alfredo Gálvez / Programa de Biodiversidad y Pueblos Indígenas de la SPDA
Vivimos en un país megadiverso y de enorme riqueza biológica; es decir, con una diversidad de ecosistemas, diversidad de especies de flora, fauna, microorganismos, incluyendo las diferencias genéticas dentro de cada especie. Para tener más claro este panorama en números, el Perú tiene un estimado de 20 533 especies de flora, 36 746 especies de fauna, y 41 tipos de ecosistemas, incluyendo la riqueza en términos de agrobiodiversidad, en la cual contamos con alrededor de 4 000 variedades de papa[1]. Todo ello sin mencionar la diversidad étnica y lingüística, así como los conocimientos tradicionales asociados a la naturaleza. Ello trae consigo no solo un importante motivo para sentirnos orgullosos del Patrimonio y riqueza natural que tiene nuestra tierra, sino una enorme responsabilidad de conservarla a través del tiempo, para las generaciones futuras. Por ello, el Día Internacional de la Diversidad Biológica debe ser, más que un día de conmemoración en el calendario, un día de reflexión.
En el año 2000, la Asamblea General de las Naciones Unidas, a través de la resolución 55/201 adoptó el 22 de mayo como Día Internacional de la Diversidad Biológica, para conmemorar la aprobación del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), el 22 de mayo de 1992. Es en el marco de este Convenio Internacional que, cada país miembro se compromete con metas concretas y establece prioridades de protección de la biodiversidad, en concordancia con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y las Metas Aichi, aprobadas por el mismo Convenio en el 2010.
En el caso peruano, las metas propuestas en la vigente Estrategia Nacional de Diversidad Biológica al 2021, que contempla seis objetivos estratégicos, han tenido un nivel de cumplimiento medianamente efectivo, dejando medidas en situación de avance y otras pendientes. Entre los principales avances a nivel país, en la protección de la diversidad biológica y el cumplimiento de estos compromisos internacionales, podríamos mencionar la protección del ámbito terrestre bajo modalidades de gestión efectiva de la biodiversidad y bajos niveles de afectación por actividades antrópicas en las áreas naturales protegidas, la aprobación de planes de conservación de especies amenazadas, avances en el marco normativo para la implementación de mecanismos de retribución por servicios ecosistémicos (MERESE), así como el impulso de bionegocios orientados bajo el marco de una estrategia de biocomercio[2].
Quedan pendientes un conjunto de metas relacionadas a la protección de los ecosistemas marinos, gobernanza, seguridad alimentaria, mitigación y adaptación al cambio climático, economía verde, entre otros. Ello servirá para ir plasmando una visión para la biodiversidad al 2050 y una nueva estrategia nacional, en el marco del proceso actual para la preparación del marco mundial de la diversidad biológica posterior al 2020[3].
[Ver además ► Al 2020, Perú debe tener 10% de su mar como área protegida pero solo tiene el 0.5%]
En el año 2019, la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), emitió un informe científico muy completo denominado “Informe de Evaluación Global sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas”[4], en cuyo contenido se muestran alarmantes cifras y evidencias de que, la diversidad biológica continúa en una tendencia de declive, y que existe un riesgo en el bienestar humano. Asimismo, el informe concluye que el planeta ha perdido un 47% de los ecosistemas naturales y un 25% de las especies en extinción, tomando como base el año 1970, haciendo una proyección de que esta tendencia negativa continuaría más allá del 2050, de mantenerse las prácticas y el modelo de desarrollo actual, salvo aquellas excepciones en regiones donde se empiece a generar cambios transformadores.
Este año se nos presenta un escenario completamente distinto y atípico, marcado por el COVID-19, ante el cual surge la necesidad de reevaluar nuestra relación con el planeta; de cómo los usos y patrones de consumo han venido moldeando un concepto de desarrollo alejado del desarrollo sostenible; de cómo hemos venido gestionando y aplicando durante estos años las medidas de protección de la biodiversidad, de los ecosistemas y sus procesos. Tenemos grandes retos post 2020, en términos de visibilizar el rol de los pueblos indígenas, de la mujer, de los jóvenes, y de la sociedad civil en su conjunto, para generar una real y efectiva protección de la biodiversidad. Debemos generar una agenda compartida, dirigida hacia soluciones basadas en la naturaleza, así como impulsar acciones a distintos niveles, que nos blinden de resiliencia ante los cambios venideros.
Nuestro planeta se está dando un respiro y, a la vez, nos está dejando el claro mensaje de que el punto de no retorno es cada día una realidad. A partir de ahora, debemos interiorizar el término “salud” no solo en el sentido de combatir pandemias o tratar personas, sino en el sentido de mantener la salud de los ecosistemas y su importancia en nuestro bienestar. Una sociedad sana es reflejo de un ambiente y de ecosistemas sanos, de una biodiversidad mantenida en el tiempo. Ese debe ser nuestro compromiso con la naturaleza.
Tuvimos que esperar a que el COVID-19 nos ponga en alerta y tomemos medidas radicales pero necesarias como el distanciamiento social, para empezar a ver desde nuestras casas los mensajes que la naturaleza nos viene dando, pero estamos a tiempo y será cuestión de adaptarnos a los escenarios futuros. Por lo pronto, reflexionemos sobre el largo camino que viene por delante, prestemos especial atención a esos mensajes y construyamos juntos un nuevo futuro.
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